

El 18 de diciembre de 1915, en una noche tranquila de Andalgalá, un estruendo ensordecedor rompió el silencio. El agua, despiadada e imparable, descendió con furia desde las alturas, arrastrando todo a su paso. Casas, cultivos y caminos fueron devorados por la crecida, mientras la población, aún adormecida, apenas tenía tiempo de reaccionar. Para muchos, la única advertencia fue el estruendo de las estructuras desmoronándose y los gritos desesperados de quienes intentaban salvarse.
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